Inusitadamente encendiendo el televisor (era el de mi hermanito porque nunca he tenido uno yo), un día a finales de 2006 de la nada me topé con Barenboim dándole a Saleem Ashkar una clase magistral sobre la Sonata Waldstein de Beethoven. El programa, que también incluía a Lang Lang y a otros prodigios del piano, había sido filmado el 8 y 10 de enero en el Centro Sinfónico en Chicago y cada episodio finalizaba con la pieza estudiada tocada personalmente por el maestro en sus conciertos de verano de 2005 en Berlín.

Al no estar para nada interesado en escribir o componer mi propia música por diversas razones, en ese momento había intentado – y fracasado catastróficamente – convertirme en alguna suerte de arreglista, escribiendo partituras de piezas de Dowland para quinteto de cuerdas así como adaptaciones flojas para guitarra y una sola voz (con frecuencia con improcedentes brincos de octava incluidos como rimbombancia injustificada). De manera entendible pero equivocada, pensé que ese era el requisito mínimo para cumplir con los criterios – completamente ficticios y arbitrarios – de originalidad que sentí que tenía que llenar, no sea que la comunidad musical me impugnara como un mero mercenario.

Mucha gente hace exactamente eso, de hecho: un(a) artista de jazz puede, a título de ejemplo, versionar una obra popular e incorporar a su gusto una cantidad disonancias, agregar giros rítmicos y, en algunos casos, re-armonizar, y después de un trabajo minucioso y extremadamente subvalorado, llegar a un producto que preserve los elementos clave del original pero también sea fidedigno o al género o por lo menos a la concepción del mismo por parte del (la) artista.

Se edifican cantidades ilimitadas de lanzamientos contemporáneos en plataformas digitales sobre la base de cómo habría sido “x” pieza si un(a) compositor(a) “y” se la hubiese inventado, o híbridos tipo “a” se junta con “b”. De nuevo, no hay nada malo con eso (tal vez debería renombrar mi página con este veredicto, ya que lo repito con tanta frecuencia). Lo que aprendí de esa transmisión de 2006 fue que arreglar y adaptar no son los únicos enfoques hacia la originalidad consagrada y la sincera autenticidad.

Fue asombroso ver que la misma obra tocada en el mismo modelo de piano a aproximadamente la misma velocidad y empleando exactamente las mismas notas en exactamente el mismo orden de todos modos generaba diferentes resultados dependiendo de la persona campanilleando los marfiles. Tal vez alguien presionaba el pedal una fracción de segundo antes, comenzaba a levantar el volumen de manera un poco más marcada, decidía cambiar la dinámica entre, por ejemplo, el pulgar y el meñique, y esos detalles aparentemente insignificantes detonaban un efecto mariposa y hacían toda la diferencia. Por cierto, unos meses después le mostré uno de esos videos (el que era con Jonathan Biss) a mi novia de ese entonces, y ella lo menospreció diciendo que ambos sonaban idénticos…

Era especialmente intrigante el hecho que Barenboim no había ni compuesto ni modificado ninguna de esas sonatas, y de todos modos siempre añadía su huella singular a cada compás, tanto por el lado físico de coordinar las manos y los dígitos (y los pies) así como por el esfuerzo meticuloso de haber analizado con lujo de detalles cada aspecto individual de la pieza y cómo cada elemento tenía que ver con el trabajo general, en distintos niveles. En una entrevista muchos años después, declaró que la combinación de franqueza e ingenuidad (como si se tocara por primera vez en la vida) con la destreza y dominio resultante de la ya mencionada tarea de deconstrucción sistemática era la diferencia entre “interpretar” y “ejecutar”, afirmando que los grandes autores requieren ejecutantes más que intérpretes.

Eso, para mí, fue como haber encontrado la piedra filosofal: todavía me tocaba des-aprender y re-aprender prácticamente todo lo que pensé que sabía sobre música (para ser honesto, ese es el caso aun ahora, y lo seguirá siendo por el momento), pero al menos era consciente de que había una manera de ser creativo y original sin necesariamente componer o arreglar lo que estaba tocando (o cantando, pero en ese momento me identificaba como un instrumentista que cantaba más que como un cantante que incursionaba en algunas nociones elementales de acompañamiento armónico y rítmico).

Podría decirse que hay un caso análogo en la fotografía, un arte que me encanta profundamente pero acerca del cual también soy extremadamente ignorante: la persona detrás de la cámara, debido al efecto de observador(a), inevitablemente cambiará lo que está percibiendo, y producirá resultados tajantemente diferentes con base en la iluminación, la composición pictórica, el ángulo y otros detalles incontables – los retos (disponibles en línea) de “cuatro profesionales en fotografía hacen tomas de la misma modelo” ilustran esto maravillosamente –, lo cual demuestra que es posible sacarle partido a la creatividad aún sin estar realmente confeccionando el material fuente.

Tanto Harnoncourt (1929 – 2016) como Hickox (1948 – 2008) habían dirigido la Misa Número 13 en Si bemol Mayor de Haydn, y eventualmente estuve absorto en el fascinante ejercicio de escuchar con detenimiento cada versión y enumerar las diferencias, movimiento por movimiento, a veces incluso compás por compás. La experiencia educativa recibida de esas tareas receptivas intensivas fue increíblemente placentera, y también un tanto agotadora ya que quedaba peculiarmente desfallecido al final de las mismas. De todos modos valió cada segundo.

Otras maneras que utilicé para auto-capacitarme hacia entender superficialmente lo que todo esto implicaba incluyeron escuchar a, por decir algo, Bream y Tárrega, por separado, tocando las mismas obras, y comparándolos y contrastándolos. También lo hice con actores y el ubicuo soliloquio de Hamlet, el cual también espero poder grabar un día (como el aficionado no calificado que soy, pero de todas maneras), y con antiguos videos de mí mismo, solamente para rastrear y escudriñar mi progreso o la carencia del mismo.

Al unirse por los elementos aparentemente excluyentes entre sí de la espontaneidad y la meticulosidad, los y las ejecutantes – desde mi perspectiva limitada y sesgada – se convierten en singulares vehículos para que la visión del (la) compositor(a) sea transmitida y para que su legado dure más que ellos – y más que nosotros/as – hasta el punto de permanencia notoria. Gracias a ejecutantes excepcionales (desde oboístas hasta cantantes, desde chelistas hasta quienes tocan el triángulo), personas como Beethoven y Rachmaninoff siguen metafóricamente con vida a través de su obra.

Destinar gradualmente esos conceptos a mi propio proyecto ha sido un proceso bastante extenso a través del cual he aprendido muchas lecciones valiosas y cometido incontables errores. Es de alguna manera hacer malabares, y también involucra la constante re-examinación de mis propias conclusiones, ya que no están – y nunca deben estar – gravadas sobre piedra. Si fuese a elegir cuál ha sido el aspecto más difícil y probablemente más importante de esto, definitivamente me iría con la sutileza, ya que es absolutamente contra-intuitiva para mí pero también indescriptiblemente gratificante cuando me acerco a lograrla.

Aquí es donde se pone aún más interesante: ejecutar una pieza siendo fiel a lo que se ha deducido de las intenciones originales del(la) autor(a) no es lo mismo a restringirse a solamente una manera de hacerlo; de todas maneras se puede agregar el giro propio sin tener que re-arreglar la pieza o re-armonizar los acordes o modificar la melodía. Eso no quiere decir, de todas maneras, que este sea un pandemonio posmodernista en el cual todo valga: de nuevo, no es ni tiene que ser blanco, negro o gris.

Hay casos en los cuales tomarse un momento para preguntarse por qué tocar o cantar un pedazo de esta manera en lugar de aquella e intentar ambas para comparar de verdad hace una diferencia monumental. No es que de otra manera no sea viable, pero ciertamente ayuda, bastante.

Algunos de los momentos más gratificantes de mi vida como cantante han surgido del intento y error, no en un sentido improvisado sino con una clara intención de filtrar lo que no sea adecuado y aceptar lo que sí. Nunca va a ajustarse a todas las expectativas o juicios de toda la gente, pero siempre y cuando sea de manera honesta y respetuosa, me presto a ello.