El encanto y el carisma no son exactamente mis puntos fuertes de ninguna manera, y aun así he tenido mi cuota de reacciones favorables hermosas de todo tipo de personas, desde completas desconocidas hasta las más cercanas y queridas, y aunque no necesariamente he seguido cada consejo (ya que eso sería horrendo, sin mencionar lo contradictorio), ha habido mucho que he aprendido de escuchar lo que otras personas han dicho acerca de mí y de mi proyecto.
Un ejemplo inicial se remonta a cuando tenía más o menos dieciséis años: un conocido casual (para nada lo suficientemente cercano para ser un amigo como tal) de repente se sentó a mi lado y me dijo que él consideraba que yo de verdad debería intentarlo con esto de la música, ya que él – correctamente – sentía que le estaba dedicando demasiado tiempo a estudiarla y ensayarla como para que fuese simplemente un pasatiempo. Menosprecié la idea porque yo insistía que guardaría la guitarra una vez llegara a la mayoría de edad y me concentraría en mi objetivo de ser científico. Sobra decir que eso nunca ocurrió y a la larga ese muchacho obviamente había dado en el clavo.
Mi primera motivación para enseñarme a mí mismo a tocar guitarra (piano también, aunque nunca llegué a ser muy bueno en ninguno de los dos) fue, patéticamente, impresionar a mi traga, pero para cuando tuve las mínimas aptitudes para de verdad serenatearla, ya me gustaba otra, así que utilicé la música para conquistarla y no funcionó, pero para entonces tenía otra razón, menos absurda, para seguir estudiando y practicando: me hacía en cierto modo popular.
Antes, de niño, me había gustado la mitología griega, estrafalarias cantidades de estadísticas de balompié, y por supuesto ante todo la zoología, y siempre había sentido que la gente era precavida conmigo y sentía que yo era demasiado raro. Con frecuencia se pensaba que yo era tímido en el colegio, pero la verdad era que simplemente estaba aburrido y se me habían agotado los intentos para tratar de comentar los temas que me emocionaban. Ese fue también uno de los incentivos para que comenzara a escribir un diario cuando tenía por ahí diez años.
Tan pronto comencé a tocar guitarra y a cantar en frente de la gente, de un momento a otro era alguien que admiraban, alguien que incluso le mencionaban al resto de sus círculos sociales, lo cual era completamente nuevo para mí. Añadiéndole el hecho de que era adolescente, por supuesto que eso fue crucial en ese momento. Deliberadamente aprendí las cosas que cautivarían, electrificarían y provocarían una respuesta positiva. Me encantaba ser el centro de atención, y todavía, pero ahora no es mi prioridad número uno, ni cerca.
Reunir personas para que me vieran tocar (y lo hacía de manera desprolija y fea, pero lo suficientemente ostentosa como para asombrar) se volvió una tradición recurrente en esos días. Debía haber tenido unos dieciséis cuando comencé también aleatoriamente a alternar octavas en la mitad de la obra – lo que unos años después llamaría versiones “bipolares” – así como a incorporar las que serían mis tres distintivos en la guitarra: la doble cejilla, el sobre-uso de los armónicos, y los fragmentos frenéticos de escala diatónica.
En cuanto al piano, me encantaba hacer arpegios ascendentes y agregar algunos ornamentos a mano cruzada. Hubo algo más que desarrollé gradualmente: comenzaba una pieza sin acompañamiento alguno, después agregaba la tónica en la mano derecha, después octavas, después arpegios sobre triadas, y después (probablemente para el segundo ciclo) incorporaba la mano izquierda y generaba una recapitulación dramática. Es fácil darse cuenta viendo la gran mayoría de mis (pocos) videos que eso nunca me abandonó.
Supongo que fue una especie de transformación gradual que sucedió en esos años y no sé cuál fue el punto de quiebre, si es que para empezar hubo uno: incluso cuando tenía veinticinco seguía edificando mi imagen pública alrededor de destacarme y hacerme notar – y preferiblemente admirar – por las demás personas. Era manifiesto en mi cabello, mi discurso, mi forma de tocar y, especialmente, mi canto, ya que también ahí fue que me pasé de la guitarra a la voz como mi especialidad deseada.
Hoy en día supongo que valoro la retroalimentación positiva que recibo de manera regular, así como la negativa, pero ahora no es una cuestión de activamente buscar elogios o un gran aprecio, esos son subproductos ocasionales (y obviamente bienvenidos) de mis esfuerzos, los cuales actualmente están mucho más dirigidos hacia hacerlo de la manera más competente posible, independientemente de si dejan a la audiencia boquiabierta o no.
Algunos de los comentarios que más frecuentemente recibo, no es una sorpresa, tienen que ver con mi habilidad de cantar notas graves. No soy perfecto, para nada, pero de todos modos puedo en parte hacerles justicia y esa es mi mayor destreza. Mi rango agudo no es tan sólido, aunque cuando esporádicamente lo exhibo usualmente obtengo reacciones positivas también. Los grotescos brincos de octavas han desaparecido de mi inventario casi completamente, aunque rescaté algo de eso para el final de mi versión de ‘Adornen los salones’.
Lo que he estado tratando de enfatizar desde hace un tiempo es el trabajo de quien compone, y convertirme en un vehículo para que su creación brille, más que usar la música como excusa para que mis habilidades – de nuevo, a lo sumo un poquito por arriba de lo elemental – se luzcan. Cuando hago el ‘Daphne no era tan casta’ de Dowland, por ejemplo, le apunto a resaltar la letra y lo que considero que es una mirada bastante interesante hacia la superficialidad, así que mantengo la ejecución tan simple como puedo y trato de no colocarle pirotecnia. Usualmente la canto en Re Mayor (aunque la grabé en Mi Mayor para que la guitarra resonara más), que me queda cómodo y me permite quedarme todo el tiempo calmado y en paz.
Mi Jónico, Mi Dórico y Mi Eólico son, de hecho, armaduras que suelo emplear cuando adapto una obra a mi voz, aunque últimamente he estado moviendo la mayoría a Mi. ‘¿Y si nunca prospero?’ es una excepción por ahora, ya que me regocijo profundamente en la manera como esos acordes suenan en Mi (Dórico, aunque hay también algo de Eólico ahí). Esa pieza fue la primera que grabé para mi canal digital, aunque hace rato borré mi primera versión de la misma (filmada el día de brujas de 2007, cuando tenía veintiún años y una docena de kilos menos).
Cada vez que he hecho llorar a alguien (de una buena manera) ha sido extraordinario. Recuerdo una vez en un hotel que fui a la sala del primer piso y había un hermoso piano de cola ahí, y comencé a tocar algunas cosas instrumentales estilizadas por una media hora más o menos; en un momento, casualmente miré alrededor y me di cuenta de que había una mujer ahí sentada, escuchando atentamente, y llorando. Me dijo en un inglés un tanto quebrantado que mi forma de tocar la había conmovido y que había presenciado casi todo lo que había hecho ya que había entrado al cuarto cuando estaba con Pachelbel (que es usualmente como arranco) y se había quedado ahí para el resto de mi concierto privado improvisado. Fue emocionante.
También hubo una instancia más conectada a la música popular ese mismo año (2014), cuando otra muchacha alemana (quien después sería una querida amiga) lloró al escuchar mi melodramática entrega de ‘Libre soy’ (la cual, por cierto, sigo teniendo como parte de mi repertorio solo en caso que alguien la pida en chiste, para que se sorprenda).
Aprender a tocar y cantar para impresionar mujeres nunca fue mi intención, a pesar de lo que inicialmente instigó mi búsqueda en el año 2000 (no iba tras mujeres entonces, sino tras una mujer específica). Más anécdotas con eso: mi primera (y hasta ahora única) seguidora fue cuando tenía dieciocho años – bueno, un año antes había habido otro instante en el que fulgurar había encendido los deseos de alguien, pero no la contaría como “seguidora” en el sentido más auténtico (y enteramente subjetivo) de la palabra – y un giro inesperado a los diecinueve…
Una mujer que me parecía absolutamente hermosa entró a mi casa una noche con su novio. En esos días, era bastante común que yo alojara fiestas ya que me daban la oportunidad de demostrar mis supuestos talentos ante una horda de desconocidos(as). Declaré mi misión de separar esa pareja y me aseguré de tocar lo que a ella le gustaba para que cantara conmigo y se sentara a mi lado. Después de más o menos una hora de eso, que también incluyó a un amigo sirviendo tragos para catalizar aún más el éxito de mi plan, el novio de ella se me acercó y trató de hacer una jugada, mencionando que mi canto me había vuelto irresistible. ¡Ups!
Con mucha frecuencia también me he excedido con un viejo chiste flojo que mi hermanito absolutamente detesta: cuando alguien me escucha hablar o cantar y dice “uy, ¡qué bajo!”, finjo modestia y respondo, “en realidad, soy soprano”. Es asnal y ridículo, lo admito completamente, pero ha hecho reír a la gente y ha aumentado exponencialmente las posibilidades de que me recuerden, lo cual a su vez me ha permitido tener más contratos y conexiones, así que a la larga vale la pena.
Aunque el factor sorpresa fue derrocado desde hace rato, no negaré que siempre será parte de mi táctica. Suena ridículamente engreído, y lo es, pero eso no significa que no sea cierto.