La tecnología es a menudo vista como un adversario monstruoso que amenaza el elemento humano y nos arrebata el arte genuino. A veces puedo ser intransigente ya que prefiero grabar sin metrónomo (aunque he hecho excepciones cuando he considerado que tiene sentido tener uno) y sigo escribiendo la mayor parte de mi correspondencia a mano en lugar de usar un teclado, pero no me opongo a que la maquinaria resalte y mejore la historia que estoy tratando de relatar.
Habitualmente, cada vez que una persona escucha por primera vez un mensaje de voz o una grabación mía, sospechan que he empleado algún tipo de truco para que suene realmente profunda, así que me toca darles una versión en vivo para demostrar que de verdad sí sueno así. Una petición común que le sigue es, por ende, que les narre cuándo mi voz cambió.
Sé que es un proceso gradual y no es que una noche me fui a dormir siendo soprano y la mañana siguiente tenía el tono y la frecuencia que tengo ahora, pero hay un breve periodo en el que puedo decir de manera más precisa que ocurrió un peldaño: los 97 días entre mi décimo-tercer cumpleaños (sábado 19 de junio de 1999) y el tetragésimo-quinto de mi papá (viernes 24 de septiembre de 1999).
Reducir eso no es un caso de memoria fotográfica (ya quisiera), sino simplemente una taxativa serendipia: la mayor de mis tías me visitó en mi cumpleaños ese año y al poco tiempo estuvo viajando un rato, regresando a los tres meses y cinco días para la celebración de su adorado hermano. Fue ahí que casualmente me escuchó hablar y quedó completamente desconcertada. Fue, entonces, la primera – de muchas (excúsese mi falta de modestia a imagínese la imagen digital de la uña pintada) – que musitó las palabras “¡qué voz!”.
Animado amablemente por ese tipo de retroalimentación, he construido mi identidad alrededor de mi voz desde aquellos días, ya sea que se tome literalmente (la manera como canto y hablo) o en sentido figurado (mis pensamientos y cómo los expreso, incluyendo estas líneas) y esa es mi característica más distintiva.
A veces (bueno, en realidad, con ridícula frecuencia) las personas no recuerdan mi rostro en absoluto, mucho menos mi nombre, mi color de cabello, dónde vivo o de dónde me conocen, pero de inmediato reconocen y ubican mi voz. No me molesta.
También está el chiste pendejo que hago, que mi hermanito completamente detesta, cada vez que conozco a alguien por primera vez y dice algo como “uy, eres un bajo, ¿no?” y contesto, con falsa modestia e inocencia, que en realidad soy soprano. Sirve bien para romper el hielo.
Habiendo dicho eso, sería un desastre catastrófico como locutor o artista de doblaje, ya que no puedo hacer imitaciones y mi rango es extremadamente limitado. Aquellas personas cercanas a mí están acostumbradas a escuchar mi voz, y a aquellas que han sido expuestas a ella transitoriamente puede que les guste, pero para la mayoría puede tornarse agotadora y lo hace. Ciertamente, retornos disminuidos.
Por otro lado, sí disfruto ser maestro de ceremonia, y pienso que lo sé hacer bien. Es una actividad interesante y me permite ir gratuitamente a conciertos y eventos, disfrutarlos desde una posición privilegiada, interactuar con gente interesante y audiencias (generalmente) bonitas y al tiempo también – en el mejor de los casos – que me paguen por eso.
Usualmente, selecciono mi repertorio de canto y elijo la tonalidad para cada obra favoreciendo lo que sea más cómodo para mí, ya que eso puede aumentar la posibilidad de proporcionar una ejecución adecuada que enfatice el trabajo del(a) autor(a) (yo no soy, nunca he sido, y probablemente nunca seré, un compositor, así que todo el material que canto o toco está escrito por otros[as]). No lo hago para causarle una buena impresión a nadie ni busco activamente notas ultra-graves que sacudan los cimientos, pero todo eso sigue siendo un sub-producto bienvenido.
Está también el asunto de recurrentemente ser amablemente invitado a unirme a ensambles, y casi invariablemente rechazando dichas ofertas a menos que sean proyectos extremadamente cortos (por ejemplo, una sustitución temporal para un solo recital). La mayoría lo ve como narcisismo, lo cual es un tanto absurdo ya que no tiene nada que ver: bien puede que yo sea narcisista, pero esa no es la razón por la que prefiero cantar solo. La correlación no implica causa.
Aquí (es decir, en el circuito del canto académico o pseudo-académico), se da por hecho que cualquiera con un mínimo de aptitud inmediatamente querrá estar en un coro, y ese no es necesariamente el caso. Me encanta la música coral desde la perspectiva de la audiencia, y como casi todos(as) mis amigos(as) pertenecen a un grupo vocal (o varios), todo el tiempo voy a sus conciertos y los disfruto completamente. En cuanto a realmente estar ahí, tiendo a pasar.
Toda persona tiene distintos motivos, y me encanta analizar qué hace que la gente quiera hacer parte de esfuerzos colectivos, y estos en particular: he encontrado, a partir de una indagación completamente informal y no científica, que muchos(as) coristas aficionados(as) o son muy jóvenes (es decir, tienen disponibilidad y energía, y les gusta la novedad) o se acercan a la edad de pensión (es decir, nuevamente tienen disponibilidad, y prefieren invertir su tiempo haciendo algo que les gusta). En cuanto a quienes están entre esos grupos, es más complicado, aunque no imposible, seguir siendo parte activa de ese mundo.
Ahora, quienes primero se encuentran con mi punto pueden ofenderse. De hecho, mis tarjetas de presentación solamente contienen mi nombre y detalles de contacto junto a las palabras “cantante solista autodidacta ateo”, pero mi objetivo ahí es normalizar todo eso: es estupendo, e inofensivo, ser abierto(a) acerca de todo eso.